“Qué llevas ahí en la mochila?” Unos calcetines, un suéter y un machete. La gente se preguntaba por qué me mojaba teniendo paraguas. Ellos no saben el placer de estar calada, de sentir las gotas eclosionar en la piel. Claro, lo que tenía en la mochila era para cambiarme después. Hay que llevar los pies y el pecho siempre secos. Nadie preguntó por el machete.
El cielo estaba teñido de color de algodón de azúcar. Estuvo lloviendo
durante varios días, olía a humo y a azoteas mojadas. Le dejé abierto el cielo,
le dije que era nuevo, pero no llegó. Pasé las horas lanzando piedras a la
luna, pero no conseguí alcanzarla. La falda ya no se movía y cuando escribía la
tinta se emborronaba. Cantaba para equilibrarme, reía por no clavarme el machete
y bailaba para recordar su cuerpo. Recetas de cocina y extrañas canciones me
abordaban. Soy como Atalanta. Movía un pie, movía otro pie y funcionaba bien.
Él me caló los huesos, me encharcó las vísceras y me dio de beber. Él me
planchó el pellejo, me retorció el cuello y me pintó los labios. Él… Me quedé
con la pintura seca y el lienzo en blanco. Es lo que pasa por sentir más
de lo debido.
“Estás aquí?” me decían. Yo pensando que daba igual lo cerca o lo lejos.
Abrirle y abrirme era apasionante. Lo demás, lo mismo me daba que me daba lo
mismo. A veces no sé explicarme y confundo las palabras con los suspiros y el
pecho con el asfalto. A veces soy como los erizos, me enrollo y me convierto en
una bola de púas. Probó a arrojarme de la ventana, pero me quedé enganchada en
un alfeizar siete pisos más abajo. A veces intento respirar adecuadamente, pero
no lo consigo. Es lo que pasa por sentir más de lo debido.
Como después de un entierro, dejé sus palabras en su sitio, e intentaba que
su hoguera no se terminara de apagar. Era suya.
“Niña, nos vamos ya. Vienes?” Cállate, que estoy escuchando soplar al viento.